La prohibición de distribución en la red pública de salud de la llamada “píldora del día después” por parte del Tribunal Constitucional representa una fuerte arremetida de los sectores más conservadores en temas de sexualidad y moral individual.
Lo característico de este estilo de dictar cátedras morales es que, curiosamente, busca las referencias fuera de las propias comunidades humanas lejos de ellas, en verdad y las hallan en alguna entidad superior, puesta por encima de cualquier voluntad humana, entidad que dicta lo que las personas deben o no deben hacer.
Lo más pretencioso de este estilo moralizante es que asegura tener comunicación directa con esa instancia superior y, a continuación, afirma representarla y transmitir sus designios sin asomo de ambigüedad.
Por el contrario, quienes defienden el derecho a decidir respecto de sus propios cuerpos obtienen sus referencias sólo de sus propias experiencias y hablan desde ellas. No pretenden hablar en nombre de otras entidades. Hablan, en suma, por sí mismas.
Enquistados en zonas formales de influencia por razones que sólo la historia puede explicar, cada vez que pueden, los moralistas autodesignados propinan golpes de impecable jurisprudencia y correcta doctrina religiosa para torcer la voluntad de las personas que sólo hablan por sí mismas. Así, insisten en hablar por otros y decidir nuestras vidas.
Ahora bien, es sabido que el intento -demonización del uso del cuerpo para fines distintos al reproductivo- implicaba abarcar una prohibición más amplia sobre los sistemas anticonceptivos, pero que la reacción política y social que comenzó a gestarse redujo los alcances de la resolución.
La prohibición de la píldora es un grave problema sanitario e instaura una gran inequidad social. El fallo del TC es inapelable y sólo quedan recursos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (aunque sin muchas esperanzas de cambio, ya que la Comisión define posición en torno a materias aun en discusión). Y por cierto la expresión popular y democrática de la sociedad.
En este sentido, es una oportunidad para una movilización de los sectores progresistas (muchos de ellos autodenominados) y, probablemente, se constituirá en un inesperado factor de diferenciación y de definición política con vistas a los próximos comicios electorales.
Si el Gobierno había decidido prescindir de la llamada “agenda valórica” en este segundo tiempo, en un claro gesto hacia la Iglesia, el TC y su mayoría ultramomia, pacata y pechoña se encargaron de reponerla en la escena política.
Lo más pretencioso de este estilo moralizante es que asegura tener comunicación directa con esa instancia superior y, a continuación, afirma representarla y transmitir sus designios sin asomo de ambigüedad.
Por el contrario, quienes defienden el derecho a decidir respecto de sus propios cuerpos obtienen sus referencias sólo de sus propias experiencias y hablan desde ellas. No pretenden hablar en nombre de otras entidades. Hablan, en suma, por sí mismas.
Enquistados en zonas formales de influencia por razones que sólo la historia puede explicar, cada vez que pueden, los moralistas autodesignados propinan golpes de impecable jurisprudencia y correcta doctrina religiosa para torcer la voluntad de las personas que sólo hablan por sí mismas. Así, insisten en hablar por otros y decidir nuestras vidas.
Ahora bien, es sabido que el intento -demonización del uso del cuerpo para fines distintos al reproductivo- implicaba abarcar una prohibición más amplia sobre los sistemas anticonceptivos, pero que la reacción política y social que comenzó a gestarse redujo los alcances de la resolución.
La prohibición de la píldora es un grave problema sanitario e instaura una gran inequidad social. El fallo del TC es inapelable y sólo quedan recursos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (aunque sin muchas esperanzas de cambio, ya que la Comisión define posición en torno a materias aun en discusión). Y por cierto la expresión popular y democrática de la sociedad.
En este sentido, es una oportunidad para una movilización de los sectores progresistas (muchos de ellos autodenominados) y, probablemente, se constituirá en un inesperado factor de diferenciación y de definición política con vistas a los próximos comicios electorales.
Si el Gobierno había decidido prescindir de la llamada “agenda valórica” en este segundo tiempo, en un claro gesto hacia la Iglesia, el TC y su mayoría ultramomia, pacata y pechoña se encargaron de reponerla en la escena política.
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